Con el paso de los años en el
siglo XXI, el espectáculo en televisión se encontraba en su máximo esplendor.
Miles y miles de espectadores se reunían en torno a la televisión, con mando a
distancia armado en mano izquierda, aperitivo o cervecita de turno en mano
derecha y unos ojos que señalaban de forma fija a las pantallas planas del
televisor que tanto dinero y esfuerzo les había costado colocar en el centro de
su salón.
Pero estos ojos se concentraban
aún más en su visión cuando llegaba el momento clave. Ese momento clave que
sucedía todos los días, a eso de las diez de la noche, poco después de la
previsión del tiempo y unos anuncios que te contaban lo fantástica y
maravillosa que era la cadena que ya estabas viendo. Ese momento clave entonces
comenzaba con unos destellos coloridos que surgían de todas partes del monitor,
una animada sintonía que servía de alarma para que todos los miembros de la
casa corriesen a ocupar su respectivo hueco en el sofá y entrasen de lleno en
su letargo.
“¡Buenas noches!”, saludaba
siempre un muy maquillado presentador con la sonrisa perfecta. “¡Les estábamos
esperando!”, decía al enloquecido público que aplaudía y vitoreaba como si la
vida le fuera en ello. “¡Hoy esperamos romper alguna que otra astilla, sí
señor!”, continuaba, mientras el público aplaudía y vitoreaba aún más, sin
pararse a pensar en la frase que acababa de pronunciar el perfecto presentador.
Sin embargo, los espectadores
sabían perfectamente de qué estaba hablando el presentador, y por qué el hecho
de mencionar las astillas actuaba como un estimulante de semejante calado en el
público. Los espectadores sabían perfectamente que aquella noche estaban
sintonizando “¡Párteme la espalda!”, un novedoso concurso con el que los genios
de la televisión estaban cosechando millones.
La mecánica del show era muy
sencilla: una serie de concursantes anónimos se exponía en cada entrega del
programa a recibir un golpe mediante una silla en la espalda. Dependiendo del
resultado, se llevaban más puntos o no. Que la silla se rompiese, pero
ocasionase leves dolores tenía una puntuación baja. Si el concursante recibía el
golpe y gritaba, ganaba un plus. Si la silla no se rompía, el concursante se
marchaba sin puntos, bajo los humillantes abucheos del público.
El concursante que más puntos
ganaba en cada entrega se llevaba un buen pellizco de dinero, lo que en
aquellos tiempos de crisis no venía nada mal. Ello animaba a una ingente
cantidad de familias a animar a papá, mamá, el sobrino o incluso la abuela a
participar en el programa. Los únicos que no podían participar eran los niños,
aunque se rumoreaba que la productora estaba interesada en la creación de una
versión infantil, donde en lugar de sillas de madera se utilizarían sillas de
plástico.
Además, el programa con un
aliciente: además de los concursantes, llamémosles, normales y corrientes, un
famosillo acudía para recibir el batacazo de turno, y aumentar así su caché
además de promocionar su película, su canción o su deslumbrante personalidad.
La mayoría de estas apariciones de famosos, por supuesto, estaban pactadas de
forma que el personaje de turno no resultase realmente herido. Y aunque el
público lo supiese, realmente no había una gran indignación frente a ello: el sufrimiento
seguía ahí, fuera real o no.
Si bien “¡Párteme la espalda!”
era todo un éxito con su programación habitual, hubo un momento en el que el
formato revolucionó por completo su propósito. Todo lo provocó la visita de
Felicia Nuro, una respetada tertuliana del debate vespertino “La vida es
vivir”.
La señorita Nuro ya había
provocado más de un alboroto televisivo: solía ser protagonista por sus trasgresoras
declaraciones sobre todo tipo de asuntos, ya que era una mujer “polivalente y
culta”, como ella misma se describía con mucha modestia. Por tanto, su participación
en “¡Párteme la espalda!” era muy esperada por los televidentes, quienes
esperaban que Felicia sorprendiese con algún tipo de actuación.
Consciente de ello, cuando el
azafato cachas de turno iba a golpear a Felicia con la silla, esta levantó sus
brazos y con una sonrisa de oreja a oreja gritó “¡Paren los golpes!”. Todo el
público, hasta el presentador perfecto, enmudeció. “Gracias”, añadió en un tono
más bajo Felicia, quien seguía manteniendo una sonrisa. “Una silla es demasiado
poco para mí”, comenzó a decir mientras se paseaba por el plató, mirando con
superioridad al público. Hizo un silencio dramático, se paró en seco y volvió a
gritar “¡necesito un reto mayor!”.
“¿Y de qué se trata, Felicia?”,
preguntó el presentador, un tanto descolocado por aquella inesperada (o no tan
inesperada) situación. “¡Quiero que me golpeen con una mesa!”, aclamó Felicia,
con una oportuna sonrisa deslumbrante hacia la cámara. El grito de sorpresa del
público fue acompañado de un arrollador estruendo de aplausos, que condujeron
al final del programa, en el que el presentador perfecto animaba a todos los
seguidores que no se perdiesen el inaudito programa de la próxima noche, en la
que Felicia se las vería espalda a espalda con una mesa.
Todos los medios de comunicación
se hicieron eco de la noticia. Los titulares de prensa parecían calcados los
unos de los otros, los debates en la radio comentaban qué tipo de mesa
impactaría contra la columna vertebral de Felicia, incluso los informativos de
televisión abrían con la “performance” que Felicia llevaría a cabo esa noche,
aunque ni siquiera fuera de su cadena. En internet, las redes sociales echaban
humo con los comentarios que comunidades emitían desde sus ordenadores.
Para cuando los relojes marcaban
las nueve de la noche, las calles se habían quedado vacías. Algunos negocios
habían cerrado, mientras que otros aprovechaban el tirón del programa para
abastecer a sus ansiosos clientes. Prácticamente todo el mundo tenía sus ojos
atentos a las pantallas de televisión, ya fueran grandes, pequeñas, a color, en
blanco y negro o pixeladas por culpa de la antena. Felicia aparecería en unos
instantes y nadie quería perdérselo.
El presentador perfecto se había
puesto sus mejores galas, e incluso parecía algo nervioso. “Esta noche acudiremos
a un evento que jamás se repetirá en la historia”, aseguraba con un semblante
muy serio. Felicia fue recibida por un ensordecedor público, que le deseaba lo
mejor a ella y a su familia.
El momento estaba llegando. El
valiente azafato del programa se armó de valor, cogió una elegante mesa de
madera y la colocó en posición de golpe. Felicia cerró los ojos, pero en su
expresión se veía la felicidad de una persona que va a recibir una enorme
cantidad de dinero por recibir un simple y rápido golpe con una mesa en la
espalda.
Y así fue. Felicia recibió el
golpe, un golpe ensayado con el que Felicia gritó, se revolcó por los suelos e
incluso soltó alguna que otra lágrima falsa. Pero Felicia se levantó, y con los
brazos abiertos gritó “¡estoy viva!”. El público respondió con un atronador
aplauso, pero entonces el presentador perfecto dijo “¡acabamos de ver un
perfecto golpe de mesa, ¿no es increíble?”.
Toda persona que estaba viendo el
programa se calló en aquel momento. ¿Realmente había sido tan increíble que Felicia
hubiera recibido el golpe de una mesa? ¿A qué nivel de televisión habíamos llegado?
Por crear un "espectáculo" y hacer audiencia, se hace cosas como esa, que, aunque en algún momento podamos criticar, también, en varias ocasiones, acabamos viendo...
ResponderEliminarEs triste en realidad, pero así es el mundo de la televión para algunos programas